Subía
la cuesta con el paso reposado y constante de quien está acostumbrado a largas
caminatas. Al principio fue una silueta negra bajo el solanero de la mañana que
percibí cuando los perros comenzaron a ladrarle en la era. Sentado bajo el gran
turbinto detrás de la casa, me dediqué a observarlo mientras avanzaba. Eran tan
pocas las novedades que por entonces se producían en mi vida que una visita
como aquella constituía motivo suficiente para atraer mi atención, siempre
ávida de acontecimientos. El hombre se iba acercando, después de ahuyentar a
los perros con dos o tres cantazos tirados con mano maestra y el gasto de
energía justo. Vestía de negro, un traje de pana desteñido por el tiempo y las
inclemencias, trufado de remiendos no siempre del mismo color ni de la misma
tela, con un chaleco ajustado bajo la chaqueta abierta flotando al aire de la
mañana y unas esparteñas desgastadas que dejaban ver los fondillos del pantalón,
arremangados para preservarlos del polvo. Cuando estuvo cerca, corrí a avisar a
madre, que salió a inspeccionar al forastero, con el amplio delantal terciado a
la cintura. El hombre llegó hasta la gran puerta del patio y se mantuvo
derecho, un poco ausente, con el sombrero negro y sudado en la mano.
—Buenas
-dijo con una voz suave y temerosa, como la de quien no siempre es bien
recibido- ¿tienen bestias que esquilar?
Entonces
reparé: en el hatillo que le colgaba del hombro, podían adivinarse por los
mendrugones que sobresalían, herramientas del oficio.
Madre
avisó con una voz potente a los hombres, que llegaron enseguida. Padre y mi
hermano Quico saludaron al hombre y, una vez que madre les explicó el asunto,
sacaron las bestias de la cuadra: padre las dos mulas de labranza y Quico la
burra de orejas gachas que tiraba del carro. El hombre dispuso el herramental
encima del poyete vecino al portón sobre el trapo de color indefinido que las
envolvía, las engrasó con una pequeña alcuza que dejaba caer con avaricia una
gota de aceite negruzco sobre el peine de cada una. Comenzó la faena mientras
Quico mantenía a los animales por el ronzal y les susurraba en voz baja para
que se aquietaran durante el trabajo. El hombre procedió de forma experta y
rápida, sin movimientos superfluos, trazando primero una línea con las enormes
tijeras a todo lo largo de la panza, luego, con la maquinilla basta que
manejaba con ambas manos, peinó los lomos de los animales dejando el pelo de
abajo largo ‘para que no se constiparan’, dijo, pues ya se sabe que las bestias
tienden a constiparse con la barriga desprotegida. Después remató la faena con
la maquinilla fina dejando los lomos lustrosos. Bajo el sol de primavera sudaba
a pesar de haberse quitado la chaqueta, y se enjugaba la frente de vez en
cuando con un gesto del antebrazo que dejaba en la camisa renegrida manchas
nuevas de color pardo. Cuando acabó el concienzudo trabajo, sacudió los pelos
atrapados entre los dientes de las maquinillas con un pincelito, rehízo el
envoltorio y volvió a colocarlas ordenadamente en el talego. Luego dijo:
—Con
permiso.
Sin
esperar respuesta se sentó en el poyete, junto a la puerta, secándose el sudor
de la cara con un pañuelo de color indefinido.
Madre
le sacó un plato de aceitunas del año, cornicabras de verdeo partidas, medio
pan del que amasaba los sábados, una jarra de agua y otra, más pequeña, de
vino. El hombre miró las magras viandas con ojos golosos, derramó un poco de
agua sobre sus manos, y se puso a comer pausadamente, masticando con unción
cada bocado hasta que los huesos de las olivas, que iba dejando caer
directamente de la boca, formaron una pequeña pirámide a sus pies. Cuando hubo
acabado sacó la petaca del bolsillo de la chaqueta y lió un fino cigarrillo
dándole muchas vueltas y apretando a conciencia el tabaco de cuarterón después
de quitarle las estacas. Se repantigó contra el muro de la casa y acabó el
cigarro pausadamente, con los ojos cerrados. Después, sin prisa, recogió el
hatillo, terció la chaqueta sobre el hombro, recompuso el sombrero y dejo caer,
sin mirar a nadie:
—Con
Dios.
Echó
a andar camino abajo y fue alejándose, con su paso cansino, por la cinta blanca
y polvorienta del camino que lo había traído.
SOBRE EL AUTOR: Mariano Sanz Navarro es Ingeniero Técnico Industrial y Licenciado en Historia. Escritor y viajero incansable. Ha publicado varios libros como 'Cuentos truculentos', 'El Badía, viaje por el Sahara Occidental' , Desde el asilo y Recuerdos del Sáhara y otros relatos.
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